Mozambique, un país que alguna vez fue considerado un ejemplo de progreso pacífico en África subsahariana, se enfrenta actualmente a una escalada alarmante de la amenaza yihadista en su provincia septentrional de Cabo Delgado. La simplificación del fenómeno como una mera extensión del terrorismo de Al-Shabaab somalí resulta inadecuada. La realidad de la insurgencia yihadista en Mozambique es mucho más compleja y demanda un análisis estratégico que trascienda la superficialidad de los titulares.
La narrativa del yihadismo mozambiqueño no puede reducirse a una simple franquicia terrorista. Aunque existen conexiones ideológicas y operativas con grupos extremistas en la región, la insurgencia en Cabo Delgado ha desarrollado una identidad propia, influenciada por el contexto local y sus motivaciones particulares. La etiqueta «Al-Shabaab» se convierte en una salida periodística cómoda que oculta la realidad fraccionada de un movimiento con facciones internas y objetivos diversos, lo que hace indispensable referirse a las particularidades del fenómeno.
Desde su intensificación en 2017, el conflicto ha revelado un componente económico preponderante: el control de los vastos recursos naturales, especialmente el gas natural presente en Cabo Delgado. Con el tiempo, la dimensión ideológica ha cobrado fuerza, aumentando la violencia indiscriminada y radicalizando la retórica. Las estrategias terroristas, que incluyen emboscadas y ataques a puestos de control, buscan desestabilizar y controlar territorio, al tiempo que buscan amplificar el miedo en la población.
Las consecuencias humanitarias del yihadismo en Mozambique son devastadoras. Miles de desplazados, asesinatos, violaciones y la destrucción de aldeas enteras han provocado una crisis humanitaria sin precedentes. La incapacidad del gobierno mozambiqueño para responder adecuadamente ha generado un vacío de poder que los grupos insurgentes han sabido aprovechar, convirtiendo este vacío en un terreno fértil para la radicalización y el reclutamiento de nuevos combatientes, lo que perpetúa el ciclo de violencia.
La riqueza en gas natural en Cabo Delgado contrasta dramáticamente con la pobreza y marginación que sufren amplios sectores de la población. Esta clara brecha socioeconómica ha sido un factor determinante en el reclutamiento de jóvenes, quienes ven en la insurgencia una alternativa a un futuro incierto. Así, la insurgencia en Mozambique no solo amenaza la estabilidad interna del país, sino que representa un riesgo significativo para la seguridad regional en África Oriental.
La proximidad geográfica de Mozambique a Somalia y Kenia (ambos azotados por el terrorismo yihadista) plantea un grave riesgo de contagio de la violencia. La situación en Mozambique no es un fenómeno aislado, sino un eslabón en una cadena de inestabilidad que podría extenderse más allá de sus fronteras. La falta de una respuesta coordinada en la región dificulta la contención del problema, revelando la necesidad de estrategias que aborden la complejidad del conflicto más allá de la acción militar.
La comunidad internacional ha respondido con medidas que incluyen asistencia humanitaria y apoyo militar, pero es indispensable que una intervención eficaz toque las raíces del problema: la pobreza, la marginación, la debilidad institucional y la falta de oportunidades. Una estrategia integral que combine la acción militar con políticas de desarrollo y reconciliación resulta vital para prevenir la consolidación de los grupos yihadistas, así como para asegurar la estabilidad de Mozambique, un elemento clave para la seguridad de toda la región de África Oriental. El fracaso en abordar esta situación tendrá consecuencias impredecibles, amplificando la amenaza terrorista en una zona ya vulnerable.